Artal Bergusa y la decepción

Imagen de PublicDomainPictures en Pixabay

Hastiado de las contrariedades de este mundo material, el noble don Román Lacasta se retiró a una ermita cercana al monasterio de San Lorén y adoptó el nombre de Artal Bergusa. Allí conoció a un joven novicio de nombre Jordán de Tena y entre los dos nació una profunda amistad.
En cierta ocasión, el novicio acudió compungido en busca del consejo del eremita, que ya comenzaba a tener fama de sabio entre las gentes de la comarca.
—Decidme, joven amigo, ¿qué os ocurre?
—Veréis, fray Artal, el prior me ha acusado de haber robado vino de la cilla del monasterio.
—¿Y vos qué le habéis dicho?
—Que no era cierto y he tratado de explicárselo como mejor he sabido.
—¿Y él qué ha hecho?
—Me ha vuelto a preguntar si había sido yo.
—¿Y vos qué le habéis dicho?
—Le he vuelto a decir que era inocente y he intentado volver a explicárselo para que me entendiese.
—¿Y él qué ha hecho?
—¿Podéis creer que ha vuelto a preguntar si había sido yo?
—Y entonces, ¿qué le habéis dicho esta vez?
—Exactamente lo mismo.
—¿Y qué ha ocurrido?
—Que el prior no me ha creído y me sigue culpando.
—¿Por qué?
—Porque asevera que mi insistencia y mi enfado me delata.
—Entiendo… Decidme, ¿qué haréis?
—¿Qué otra cosa puedo hacer sino aceptar mi castigo? Los otros monjes recelan de mí, me apartaré de ellos.
—Pero, ¿habéis robado vos el vino?
—Claro que no, fray Artal.
—¿Estáis plenamente convencido de ello?
—Absolutamente, ¿cómo no estarlo? Sin embargo, no entiendo por qué me siento mal hasta el punto de querer marchar a otro monasterio.
Artal Bergusa miró con detenimiento al joven novicio y calló durante unos instantes. Al poco, suspiró y con voz queda volvió a retomar la conversación:
—Se llama decepción, querido Jordán. Nos sobreviene cuando nos damos cuenta de que las personas en quienes confiamos ciegamente no nos tratan del mismo modo, pues no tienen obligación de hacerlo.
—¿Significa eso que debo dejar de confiar en el padre prior?
—En absoluto. Asumid que sólo es una persona, como vos y como yo, con dos ojos para ver, dos oídos para escuchar y una cabeza para entender el mundo. Los viejos hemos desarrollado con los años un nuevo sentido, se llama experiencia, confiamos ciegamente en él y olvidamos que, al igual que los demás sentidos, éste también puede engañarnos y llevarnos al error.
—¿Por qué?
—Porque al pasar todo por su tamiz nos convertimos en jueces sumarísimos, no siempre ecuánimes y justos, sino más bien parciales.
—Estoy confundido, ¿qué debo hacer entonces, fray Artal?
—Amar y aprender.
—¿Amar y aprender?
—Amar nos hará perdonar las afrentas y de este modo no nos dejaremos vencer por nuestros miedos.
—Pero el prior seguirá pensando que soy un ladrón.
—Tal vez, pero vos sabéis que no lo sois. Manteneos firme, es posible que algún día descubra al culpable y se dé cuenta de su error.
—¿Y si no es así?
—Ese no es vuestro problema. ¿Es que no habéis aprendido nada de todo esto?
—Otra vez aprender; decidme, pues, ¿qué debería haber aprendido?
Artal Bergusa estalló en unas sonoras carcajadas y palmeó el hombro del joven, después lo miró con afecto y prosiguió:
—Al menos hay dos enseñanzas en todo cuanto me habéis explicado, amigo mío.
—Decidme, soy todo oídos.
—Veréis, la primera es que si no conseguimos el resultado que esperamos, no sirve de nada repetir lo mismo una y otra vez.
Jordán de Tena se quedó pensativo meditando lo que fray Artal acababa de revelarle.
—¿Y la segunda, hermano? -preguntó al fin.
—La segunda, querido Jordán, es que nunca os esforcéis por convencer a nadie de algo o vuestra convicción se interpretará como debilidad. Si tras la primera explicación no os han creído, probablemente es porque no tienen intención de hacerlo.
—Amar y aprender.
—Eso es, mi joven amigo.
—Amar y aprender -repitió el novicio.
Tras lo cual fray Artal sonrió y con la manó le indicó al joven que lo dejase solo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario